Con el éxito electoral del Partido Peronista, las cuotas dieron a la Argentina un impresionante nivel de representación femenina en las cámaras legislativas, el 15% entre 1952 y 1954 y el 22% en 1955, que derivó en la sanción de leyes muy innovadoras para la época como la de divorcio, patria potestad compartida, entre otras que fueran luego derogadas por el golpe militar. En el año 1955, la Argentina contaba con el porcentaje de representación parlamentaria femenina más alto del mundo occidental. En ese mismo año, las mujeres solo ocupaban el 15% de los escaños parlamentarios en Finlandia, considerada de vanguardia al respecto.
Pero no sólo en esa época fuimos pioneras. En 1991, la Argentina fue el primer país en el mundo que reformó su legislación electoral sancionando una cuota mínima obligatoria de candidaturas femeninas para todos los partidos. Esta norma, conocida como la “Ley de Cupo Femenino”, que se aplicó por primera vez en 1993, estableció un mínimo del 30% presentes en las listas y ubicadas en puestos “con posibilidades de resultar electas”. El decreto que la reglamentó dispuso un sistema de sanciones, la intervención de la Justicia ante su incumplimiento, y otorgó a los habitantes de un distrito electoral la posibilidad de impugnar una lista si la consideraban violatoria de la ley.
Tras varias elecciones de legisladoras en ambas Cámaras, podemos afirmar que se ha conformado una “masa crítica” de mujeres parlamentarias producto de la acción afirmativa que se estabilizó en alrededor del 36 o 37 por ciento de legisladoras nacionales. Nuestro país es, además, el único en el que la representación femenina en el Parlamento está incluida en la Constitución Nacional, gracias al impulso del tercio de mujeres que fueron convencionales constituyentes en 1994, quienes además impulsaron la incorporación a la Constitución Nacional de la Convención Sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Contra la Mujer, aprobada por las Naciones Unidas. La Constitución Nacional del 94 habla de paridad en el Artículo N°37 que afirma La igualdad real de oportunidad entre hombres y mujeres para el acceso a cargos electivos y partidarios se garantizará por acciones positivas en la regulación de los partidos políticos y en el régimen electoral”.
Las dirigentes argentinas llevaron la propuesta a las reuniones del Parlamento Latinoamericano, y a la IV Conferencia de la Mujer, que se llevó a cabo en Beijing en 1995. El evento amplió la difusión de esta herramienta y la incorporó a sus lineamientos, a partir de lo cual los estados se comprometieron a tomar medidas que estén encaminadas a apresurar la igualdad real entre los hombres y las mujeres. Años después de la sanción de la ley de cupo en la Argentina, catorce países de la región promulgaron leyes que establecieron un nivel mínimo de entre el 20 y el 40 por ciento de participación de las mujeres como candidatas a las elecciones nacionales.
La ley de cupo es una acción de discriminación positiva, las cuales buscan compensar una discriminación histórica a un grupo social determinado, en este caso las mujeres; son medidas temporales para revertir la situación de injusticia y desigualdad. Ninguna otra medida política, ha estimulado un debate tan intenso sobre la igualdad de género en la política y en los procesos de toma de decisiones, desde que las mujeres obtuvieran el derecho al voto en los años treinta, cuarenta y cincuenta.
Pero este esfuerzo pionero tuvo lugar hace más de dos décadas. Nuestro país, y especialmente las provincias, se quedaron estancadas: un tercio de las bancas ocupadas por diputadas era un logro importante hace veinte años, sin embargo, hoy ya no es motivo de celebración. Los partidos políticos convirtieron el piso mínimo que la ley exige para la inclusión de mujeres en un techo máximo, impidiendo superar la barrera del 30 % salvo en contadas excepciones.
En cambio, varios países de la región, avanzaron hacia reformas electorales que permitieron subir el piso de representación de las mujeres en los parlamentos con la aprobación de leyes de paridad; vale decir, con la incorporación de mujeres y de hombres en un 50% de manera alternada y secuencial en las listas partidarias. A diferencia de la Ley de Cupo, la paridad es una medida definitiva, que reformula la concepción del poder político, redefiniéndolo, como un espacio que debe ser compartido igualitariamente entre hombres y mujeres.
El punto de partida de la reflexión hacia la paridad en el ámbito de la política ha sido la revisión del concepto de ciudadanía, bajo la consideración de que ésta se compone por igual de mujeres y hombres y, en consecuencia, ambos deben estar representados en porcentajes iguales en el sistema político. No se trata únicamente de cubrir una cuota mayor de cargos políticos a favor de las mujeres, sino de reconocer y respetar, de manera efectiva y en un sentido amplio, la igualdad entre mujeres y hombres.
La necesidad de su implementación se basa en que la limitada participación de las mujeres en los niveles decisorios obstaculiza el desarrollo humano, al no incorporarse las demandas e intereses de las mujeres en todos los aspectos de la vida política, social, cultural y económica de la sociedad.
La noción de Democracia Paritaria se retomó del Manifiesto de la Declaración de Atenas –noviembre de 1992–, donde fue definida como "un concepto de sociedad integrada a partes iguales por mujeres y por hombres, en la cual la representación equilibrada de ambos en las funciones decisorias de la política es condición previa al disfrute pleno y en pie de igualdad de la ciudadanía, y en la cual las tasas de participación similares o equivalentes (entre el 40/60 y el 50/50) de mujeres y hombres en el conjunto del proceso democrático, es un principio de democracia".
Van aumentando los países que han introducido en sus legislaciones sistemas paritarios como Ecuador, Bolivia, Costa Rica, Nicaragua, Senegal y Túnez entre otros, y algunos que se encuentran actualmente debatiendo leyes de paridad electoral, como Paraguay y Uruguay; por no mencionar a otros países que en términos culturales se encuentran más alejados de la Argentina.
Los organismos internacionales insisten y promueven la adopción de la paridad por parte de los países miembros. El secretario de la OEA, Luis Almagro, afirmó que: “la OEA se compromete a seguir desplegando esfuerzos para la construcción de la ciudadanía plena de las mujeres desde una visión de derechos humanos y con miras a lograr la paridad, un planeta 50 50 en todos los niveles. Mismo se comprometieron a continuar con el tema de la paridad en el transcurso del año 2016 y 2017”.
En la décima Conferencia Regional sobre la Mujer de América Latina y el Caribe se firmó el Consenso de Quito (2007), por el cual se estableció la necesidad de incorporar la paridad entre los géneros, y posteriormente el Consenso de Brasilia reafirmó que la paridad es una condición determinante de la democracia y una meta para erradicar la exclusión estructural de las mujeres en la sociedad que tiene por objeto alcanzar la igualdad en el ejercicio del poder, en la toma de decisiones, en los mecanismos de participación y de representación social y política, y en las relaciones familiares, sociales, económicas, políticas y culturales.
Argentina, pionera en el pasado, firmó ambos compromisos, y sin embargo no los cumple. A nivel provincial el panorama es aún menos alentador. Cada provincia establece su propio sistema electoral de distribución de bancas (lemas, sublemas, cociente, acoples, etc.), la mayoría de los cuales en conjunción con el cupo femenino, dieron por resultado, en algunos casos, la ausencia total de mujeres, y en otros un muy bajo nivel de representatividad. Sin promover explícitamente la exclusión de las mujeres en las listas, los cambios introducidos en los sistemas electorales provinciales siguen siendo un obstáculo y un franco retroceso respecto de lo que ocurre en otros países de la región, y de la propia historia Argentina. Es hora de que Argentina retome la posición que le corresponde en la vanguardia mundial de la representación de las mujeres como lo fue en los ´50 y los ‘90.
El hartazgo y repudio generalizado hacia la violencia de género y especialmente hacia la indiferencia absoluta del Estado, que se plasmó en la marcha del “Ni Una Menos”, fue sólo una muestra de la necesidad impostergable de soluciones a la innegable desigualdad que existe entre mujeres y hombres en prácticamente todos los ámbitos de la vida social. No solo tenemos menos representación política que los varones, sino que además tenemos menor remuneración a igual tarea y somos las más pobres de entre los pobres. Avanzar hacia una legislación que equipare la representación de las mujeres en los ámbitos de decisión política es un paso indispensable para caminar hacia una sociedad paritaria de igualdad real, en la vida cotidiana y no solo en la política.
Sancionar una ley de paridad nacional tendría un alto valor simbólico, además de cumplir con los compromisos internacionales y el mandato constitucional. En términos de cantidades, la modificación de la ley generaría cambios en la Cámara de Diputados, sobre todos en las tres o cuatro provincias más grandes que tiene mayor cantidad de bancas. En el Senado el impacto sería menor ya que al ser listas cortas de dos o tres legisladores por provincia, necesariamente incluyen mujeres casi paritariamente.
Es por ello que desde distintos espacios se está impulsando que en la anunciada reforma política se incluya el debate de una Ley de Paridad electoral. Es la oportunidad de completar el ciclo que se inició con la sanción del voto femenino y que continuó la Ley de Cupo. En la misma lógica se inserta el reclamo de incluir más mujeres en la Corte Suprema de Justicia, además de reafirmar el cumplimiento de la legislación vigente respecto de los requisitos de diversidad de género en el procedimiento de selección de los magistrados para el máximo tribunal del país.
Si vivimos en un sistema representativo, republicano y federal tal como reza nuestra Constitución, y las mujeres somos más de la mitad de la población, pasar del cupo a la paridad, no es otra cosa, en definitiva, que fortalecer nuestra propia democracia e iniciar el camino, empezando por lo institucional, hacia una sociedad de pares.