El malestar de los pueblos: ¿rebelión popular o inconformismo millennial?

Gobiernos en crisis permanente son expresiones de un malestar general con el sistema político que recorre todo Occidente.

El triunfo de Donald Trump en las elecciones de estadounidenses de noviembre de 2015 fue, tal vez, el primer sacudón, o el más visible de los primeros. Poco después se sumó el brexit, en junio de 2016, y en octubre de ese año, el triunfo del "no" en el plebiscito por el acuerdo de paz en Colombia. Las posteriores victorias de Angela Merkel en Alemania y de Emanuel Macron en Francia -más allá del crecimiento de las alternativas “populistas” en ambos países- trajeron en 2017 cierta sensación de tranquilidad a un Occidente convulsionado, pero 2018 vuelve a poner sobre la mesa un fenómeno no suficientemente analizado: el malestar de los pueblos con la institucionalidad y, correlativa y peligrosamente, con el propio sistema democrático.

 

En un repaso rápido encontramos hoy, por ejemplo, una España en crisis política permanente. La caída de Mariano Rajoy tras la condena judicial a su partido, el Popular, por haberse financiado ilegalmente, es solo un capítulo más de un problema más profundo que tiene en el intento secesionista catalán el costado más peligroso para el Estado español. A pocos kilómetros de Madrid, en Roma, se acaba de entronizar al primer gobierno “trumpista” de Europa Occidental, encarnado en la alianza entre los nacionalistas de la Liga y los antisistema del Movimiento 5 Estrellas.

 

Por América Latina la cosa no pinta mejor. México se encamina a elegir presidente en una campaña enmarcada por la mayor cantidad de asesinatos políticos de su historia democrática, Honduras eligió el suyo con un fraude escandaloso, solo tolerado por el alineamiento sin matices que sostiene su Gobierno con Washington. En Guatemala el ex presidente Otto Pérez Molina está preso por corrupción, el anterior Álvaro Colom está en libertad condicional acusado de lo mismo y el actual, Jimmy Morales, enfrenta regularmente fuertes protestas callejeras con la misma matriz.

 

En Nicaragua, en tanto, el presidente Daniel Ortega reprimió y reprime protestas desatadas en su contra tras una propuesta de reforma del sistema previsional y lleva más de 100 víctimas fatales que lo ponen contra las cuerdas en cuanto a su legitimidad. Más al sur, tenemos la “democradura” venezolana de Nicolás Maduro, largamente analizada en Letra P, el legal pero cada día un poco más ilegítimo Gobierno de Michel Temer en Brasil (donde también hay un expresidente acusado de corrupción preso, Lula da Silva) y un Perú que tiene el “récord” de que todos sus ex presidentes vivos están en la cárcel o a punto de entrar en ella acusados de corrupción.

 

 

¿Qué hilo une todas estas experiencias? Podemos arriesgar a definir que uno de ellos es el inconformismo general que reina en Occidente por parte de los pueblos para con sus gobiernos e instituciones. Claramente, cada situación como cada país tiene sus matices, pero a riesgo de generalizar, podemos citar a autores como Moisés Naim -El fin del Poder- o Zygmunt Bauman -La modernidad líquida- para poner en un tronco común estas situaciones y otras similares.

 

En trazo grueso, podemos considerar que la posmodernidad implica un cambio de época, una nueva manera de ver el mundo, en la cual, los relatos, las instituciones y los valores predominantes en la era anterior están en crisis y luchando para sobrevivir y/o adaptarse al nuevo mundo.

 

En este nuevo mundo, que aún no termina de nacer, Gobierno, Justicia, Ejército, Iglesia, escuela, Congreso, etcétera, ya no generan por sí solos el respeto y la autoridad que supieron tener (o imponer) y simbólicamente podemos ver cómo los grandes edificios que los albergan en el mundo quedan anticuados en comparación con las modernas torres vidriadas que se multiplican en las grandes ciudades.

 

Más abajo, el mundo occidental también cruje. La familia tradicional, que supo ser la base de la sociedad, está hoy en crisis y las nuevas formas que adopta no terminan por ahora de acomodarse ni de dar respuestas a los nuevos (y antiguos) desafíos, mientras que los sindicatos pierden afiliados en idéntica (y no casual) proporción a la que bajan los salarios reales. El “emprendedurismo” que viene, no sabe de solidaridades de clase.

 

En este marco resulta razonable que los sistemas políticos estén convulsionados, ya que son parte sustancial de una modernidad que está desapareciendo. 

 

Ahora bien, resulta atractivo tentarse a pensar todos estos movimientos políticos que describimos anteriormente como una rebelión que sepultaría definitivamente la corrupción en la política o aún más, que obligaría a los gobernantes a tomar medidas orientadas a beneficiar a los pueblos y atender a sus demandas en lugar de privilegiar la acumulación de poder por el poder en sí mismo.

 

Pero la utopía de la posmodernidad parece perfilarse hacia gobernantes que no roben y que resuelvan los problemas de ineficiencia del Estado en materia de servicios públicos y demás, pero sin cuestionar demasiado el modelo económico de fondo.

 

En ese sentido, la izquierda, al quedarse sin modelo económico alternativo tras la caída del socialismo real a fines de los 90, parece haberse plegado -Antonio Gramsci, Michel Foucault, Ernesto Laclau y otros pensadores mediante- a una batalla cultural en la que las identidades colectivas de género, edad, ecológicas, etcétera, reemplazan a las de trabajadores o proletarios. El movimiento más dinámico de la actualidad occidental es el feminismo que, mal que les pese a sus integrantes de izquierda, encaja perfectamente con el capitalismo global, al punto tal que tanto puede Christine Lagarde retar a Nicolás Dujovne frente a todo el mundo no por no tener suficientes mujeres en su equipo, como CFK decirle “machirulo” a Mauricio Macri por decirle que promueve locuras.

 

El peligro entonces es que más que una rebelión popular provocada por el hastío contra la corrupción permanente y los abusos del poder, lo que termine prevaleciendo sea cierta mirada adolescente de inconformismo permanente, de jóvenes “millennials” que no soportan no poder cambiar de gobierno como cambian de pantalla y que ese genuino descreimiento de los jóvenes con la política, con los acuerdos, las negociaciones y los (lentos) tiempos en que se mueve lo público, sea aprovechado por el poder económico, "el mercado", para debilitar a quienes son obstáculos en su desarrollo, léase las instituciones.

 

 

 

Para colmo, lo que aparece emerger como contracara es un poder autoritario que también descree de las instituciones políticas modernas, pero por razones distintas, y que aspira a establecer un nuevo (y viejo) orden que deposita el poder sin contralores en líderes “fuertes” que “guíen” a la manada. Trump, Vladímir Putin, Xi Jinping gobiernan tres de los cinco principales países del mundo con ese estilo.

 

Parecen perfilarse cada vez más entonces en este nuevo mundo convulsionado dos grandes bloques. Uno más globalista y otro más nacionalista. La izquierda, presa de sus contradicciones, corre el riesgo de ver esta pelea por pantalla táctil, pero sin poder intervenir.

 

Max Weber clasificaba dos tipos de ética asociadas a la política. En su mirada, aquellos políticos que se mueven por pura convicción serían menos deseables para el buen funcionamiento del cuerpo social que quienes lo hacen a partir de una ética de la responsabilidad, vinculada a la gobernabilidad. Los pueblos siempre se sintieron más atraídos por los primeros que por los segundos, pero no deja de ser peligroso que los segundos no puedan garantizar la gobernabilidad.

 

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