Las pretensiones adultas

Ralph Waldo Emerson se fastidió al descubrir que los jóvenes rendían una especie de pleitesía intelectual a los autores que habían desarrollado ideas cuando tenían la misma edad de quienes los adoraban. Era una forma de manifestar su esperanza en los jóvenes, de decir “vamos, ustedes también pueden hacerlo e incluso mejorarlo”.

 

Lo escrito no se borra. Sarmiento imprimió en la piedra aquello de “bárbaros, las ideas no se matan”. Y lo hizo en francés para que los soldados que lo llevaban al exilio en Chile no comprendieran lo que expresaba el disgustado sanjuanino. Y es cierto: “Las ideas no se matan”. Pero indefectiblemente mutan, varían y son plausibles de ser superadas. Si así no fuera, la Historia permanecería inerte e inexpugnable como una piedra en una cueva oscura.

 

En tiempos en los que los adultos expiamos las culpas del presente en las generaciones venideras, los estímulos para los jóvenes son o parecen pocos. Así los hacemos parecer nosotros. Los adultos no somos inocentes del presente de los jóvenes. Gustamos de decir que no comprenden textos, que tienen dificultades en matemáticas y los más audaces los acusan de que no estudian ni trabajan. Encima, las estadísticas certifican la audaz postura traslativa, esa chata altivez de ver la falencia en el cálculo de la amuchachada birome ajena.

 

Pues bien, cuando de educación se trata, verificar lo que está a la luz es tan inútil como negar la existencia de las moscas. Y, peor, hacerlo en verano a metros de una curtiembre.

 

Lo que es importante aquí es ver si las expectativas de los jóvenes se corresponden con las nuestras, las de los adultos; contrastar su eficacia no en metodologías pedagógicas que ahora se resuelven con un click, sino en el máximo espíritu de desafío social que se sintetiza en la esperanza de hacer un mundo más justo. Nosotros, claro está, hemos fracasado largamente en esa materia. Estamos desaprobados en justicia social. Somos los verdaderos aplazados del siglo XXI.

 

 

Diversos medios de prensa dan cuenta de un informe del “Observatorio Argentino por la Educación”. El organismo cruza informaciones del Ministerio de Educación nacional con los resultados obtenidos de evaluaciones educativas y pondera que “solo se recibe el 60 por ciento de los chicos que entran en la secundaria”.

 

Esto es así. El dato es verosímil. Teníamos idea de su existencia. La dificultad no radica en la ubicación del país en el mapa, sino en la forma en que vamos a llegar hasta él. ¿Qué medio nos llevará a tierra firme de una vez por todas?

 

Con buen tino y mejores intenciones, el gobierno nacional y los provinciales apuntan al plan denominado “Secundaria 2030”. Cada jurisdicción presentará sus ideas en el correr de este año, para aplicarlas en el próximo. A manera de síntesis, los ejes comunes del proyecto son “optimizar los modelos de enseñanza y de aprendizaje, el trabajo por proyectos y la profundización de la capacitación docente”. Estos trabajos, que en su rudeza, a priori, no se asemejan a los de Hércules, consiguen la aprobación de toda la comunidad educativa. Queda por resolver el sentido de la tarea: saber para qué educamos.

 

Quizás la Educación padezca una difícil enfermedad que no conoce, aún, el medicamento que la erradique. En otras latitudes parecen haber encontrado el remedio adecuado. Pero son otras latitudes, ni mejores ni peores, otras simplemente. Esas en las que el suicidio es la primera causa de muerte no natural, como ocurre en los países más avanzados del mundo. En Estados Unidos, por ejemplo, cada año se registran más muertes por suicidio que por accidentes de tráfico.

 

En relación a los más jóvenes, a nivel mundial, el suicidio es la segunda causa principal de muerte en el grupo de 15 a 29 años de edad, según advertía en 2014 la Organización Mundial de la Salud (OMS) en su estudio “Prevención del suicidio. Un imperativo global”. Por aquí vamos de médico en médico y de tratamiento en tratamiento sin conseguir mejores resultados.

 

Para cualquier iniciativa en materia educativa lo que debe estar claro es el objetivo formativo y también de qué manera llegar a él.

 

 

 

Es imperioso formar a los jóvenes para que con los instrumentos que brinda la Educación se conviertan en personas libres de tomar, a su albedrío, las mejores decisiones para sí y para la sociedad. Y, como fresa del postre, debemos formar para que, asimismo, las personas se hagan cargo de las decisiones que toman. No para defender su sentencia con un fanatismo que bien recordamos y todavía nos castiga como sociedad, sino para doblar las decisiones cuando haga falta y quebrarlas si es preciso. Ésa es la base de una sociedad: la compulsa de ideas con oídos abiertos y el supremo respeto por las consideraciones ajenas, aún por las contrarias.

 

Recuperar el terreno de la imaginación y profundizar los saberes de los jóvenes, en definitiva, satisfacer sus expectativas, significa acompañarlos en el proceso, no solo del aprendizaje, sino y más importante, de la producción de nuevos conocimientos.

 

“El cerebro -opina L. S. Vigotsky- no solo es el órgano que conserva y reproduce nuestra experiencia anterior, sino que también es el órgano que combina, transforma y crea a partir de los elementos de esa experiencia anterior las nuevas ideas y la nueva conducta”.

 

Se trata, entonces, de pensar para los jóvenes y con los jóvenes. El futuro depende tanto del presente, como los caminos de la huella que dejan los caminantes.

 

 

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