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La evidente unificación argumental de los mensajes legislativos de Mauricio Macri, María Eugenia Vidal y Horacio Rodríguez Larreta y la inmediata puesta en escena de la reunión de gabinete tri-jurisdiccional celebrada este jueves –teatralización eficiente del eslogan del trabajo en equipo, que ahora funciona como sustituto forzoso de los candidatos competitivos que brillan por su ausencia en el semillero macrista- permiten suponer que el partido gobernante –sensible a las encuestas tanto como toda la política- entró en un estado cercano al pánico y precipitó el lanzamiento de la campaña electoral. Para eso, hizo saltar a la cancha a sus tres jugadores más cotizados. Se entiende, porque el Presidente, la gobernadora y el jefe de Gobierno atesoran un capital político impresionante nacido de las urnas en las elecciones de 2015: entre los tres, acumularon un botín electoral de 17 millones y medio de votos, que representan el 69% de los sufragios positivos emitidos en el ballotage presidencial. La cuenta tiene un poco de trampa, porque, en su inmensa mayoría, los votos que recibieron la bonaerense y el porteño no son de personas distintas a las que votaron por el ahora jefe de Estado en la segunda vuelta, pero vale para medir las proporciones del fenómeno Cambiemos y para entender por qué los estrategas de la alianza gobernante decidieron presentar al -tan unitario- tridente MVL como el equipo de los sueños para el enorme desafío que suponen, para el proyecto político vigente, los comicios de este año. No bastante, a esta estrategia se le puede oponer una resistencia basada en tres razones básicas por las cuales al Gobierno acaso le convendría esconder a Macri en la campaña.
En definitiva, Macri, a 15 meses de asumir el poder, no es el producto que los gurúes Jaime Durán Barba, Alejandro Rozitchner y Marcos Peña vendieron, con la mega ayudita de los amigos Clarín y La Nación y un ejército de trolls a disposición, a través de la profusa propaganda PRO: un ingeniero eficiente y honesto capaz de sanar la República y ordenar el descalabro económico k para construir un país normal, con progreso sustentable, integrado al mundo y bla bla bla. A estas –bajas- alturas, en la consideración de una creciente porción del electorado según marcan las encuestas, Macri ya dejó de ser –o, en el mejor de los casos, no pudo ser aún-, lo que acaso nunca fue.
Al menos en el –vago, insondable en forma rigurosa- terreno del inconsciente colectivo, la contracara del malogrado salvador de la Patria es la gobernadora bonaerense.
- No se le conocen a su familia –de clase media- negocios opacos con el Estado. Los Vidal no los habrían hecho en el pasado ni estarían haciendo lobby ahora para conseguir favores del gobierno que administra la Vidal más famosa.
- Sus funcionarios no han sido, por el momento, imputados por la comisión presunta de delitos contra el Estado que administran.
- No se la visualiza como responsable directa –más allá de la asociación inevitable- de las penurias económicas que atraviesan aquellos amplios sectores de la población. De hecho, en el discurso que dio este miércoles en la Legislatura, se cuidó de mantener su relato a ras del suelo fértil de la provincia de Buenos Aires tomando la previsión de no ponderar falsos logros de la Casa Rosada. Se cuidó o –justamente- la cuidaron, porque los trazos comunes en los mensajes expuestos en el Congreso y en los parlamentos bonaerense y porteño –no hizo falta aguzar demasiado los sentidos para reconocerlos- dan cuenta de que las tres piezas fueron escritas en la misma computadora –al menos, que pasaron por el mismo filtro.
Vidal, entonces, sigue encarnando el relato PRO. Ha cometido errores que la han lastimado y los sondeos de opinión han registrado, en estos últimos dos meses, el impacto de esas fallas en la percepción de su figura por parte del electorado. Pero, no obstante ello, sigue siendo la representación del cambio que prometió Cambiemos. El duro enfrentamiento con los gremios docentes, que podría estimarse como un punto en contra para la gobernadora, no sería un factor de irritación para la audiencia que simpatiza con el oficialismo. Acaso, incluso, sea evaluada como una fortaleza en virtud de la mala nota que le pone esa franja de la sociedad al sindicalismo y, particularmente, a lo que señala como una suerte de pulsión huelguista de los representantes gremiales de los maestros.
Se sabe: Cambiemos sigue –debe seguir- apostando a la persistencia de la expectativa de cambio que supo inocular en la robusta porción del electorado que generó la ola amarilla de 2015. Sigue –debe seguir- apostando a convencer a aquella base social de que es el no kirchnerismo y que la opción es el avance del cambio o el regreso a las tinieblas de un pasado brumoso.
Tal es la urgencia para –según ha definido el oficialismo- empujar a los electores a toparse con esa encrucijada, que la gobernadora y los cerebros PRO decidieron que justificaba el sacrificio de la santa institucionalidad y la intrusión del espacio sagrado de la Asamblea Legislativa con un mensaje arrancado de las tribunas políticas: “Voy a pedirle a la gente que nos acompañe con su voto", incrustó la mandataria.
El problema, en este escenario, lo tienen Durán Barba, Rozitchner y Peña: ¿Quién le dice al Jefe que se corra a un costado?