TRAGEDIA EN OLAVARRÍA. IMPRESIONES

El Estado estuvo ausente en la misa más oscura

No acompañó ni cuidó a una multitud inédita pero anunciada. ¿El intendente pudo haber evitado el desastre?

OLAVARRÍA. Desde que, el 3 de setiembre de 2011, la misa ricotera que oficia el semidiós pagano Carlos "El Indio" Solari superó la barrera de los 100 mil fieles, a la vuelta de cada procesión, una pregunta se replicaba por miles en autos, combis y micros: ¿Cómo puede ser que se junte este mar de gente de tan heterogéneo origen social y en semejante estado de euforia y no pase absolutamente nada malo? La pregunta, que no solía tener respuestas convincentes, se diluía en una sensación compartida de satisfacción y orgullo colectivos. Pues la pregunta no va más. La muerte de dos personas este sábado en esta ciudad, en circunstancias que investiga la Justicia, la eliminó del viaje de regreso de los adoradores del ex redondo, que este domingo quedó envuelto en una atmósfera irrespirable por la bronca y una tristeza sin fondo. La eliminó para siempre. Y la reemplazó por una muy poco común -no se la hacía este cronista, encantado en ese territorio aparentemente inexpugnable de la auto disciplina colaborativa-, acaso porque chocaba con la más pura doctrina ricotera: ¿Qué puede y debe -qué pudo y debió- hacer el Estado para no dejar a cientos de miles de vidas en manos de la fuerza -poderosa pero, al cabo, no implacable- de la buena voluntad masificada?

 

Hasta ahora, la estadística de los recitales multitudinarios de Solari desde que saltaron de los estadios de fútbol a los hipódromos y otros predios  que parecen infinitos pero tienen esos límites que ahora se revelaron infranqueables -hubo tres en Tandil, dos en Mendoza, uno en Junín y uno en Gualeguaychú, con la excepción de uno en Salta en 2012- arrojaba una  conclusión monolítica: no pasa nada si se reúnen cien mil, 200 mil personas en un mismo sitio y se las deja a su suerte, con presencia mínima y secundaria del Estado, tanto en sus versiones de seguridad como sanitarias y de ordenamiento del tránsito de personas y vehículos. 

 

Estos días, en Olavarría, los cientos de miles de fieles del Indio volvieron a estar casi solos para orientarse, ordenarse y cuidarse. 

 

Este cronista ingresó a la ciudad a las seis de la mañana del sábado y se topó, como todo representante del municipio gobernado por el macrista Ezequiel Galli, con un WV Gacel de los noventas que, cruzado en la bocacalle de la intersección de la Avenida de Los Trabajadores y la calle Rivadavia, desviaba el tránsito para evitar que circulara hacia el centro comercial de la ciudad. Desde adentro del habitáculo, un presunto agente municipal agitaba con desgano su brazo indicando el camino obligatorio.

 

La postal es grotesca y representativa. 

 

Ya en las horas previas inmediatas al recital, en las calles no se veían puestos sanitarios equipados para atender eventuales descompuestos o heridos. Tampoco, funcionarios municipales guiando a la procesión por los caminos correctos. A la salida del show, los que evacuarían las dudas geográficas de los fieles del Indio, naturalmente desorientados tras un salida caótica que miles improvisaron por huecos de las vallas perimetrales del predio y después a campo traviesa y escalando unos terraplenes resbaladizos por efecto de las lluvias de la tarde, serían los vecinos del barrio, solidarios y pacientes, que honraron una relación de generosidad y amabilidad con los visitantes que se renueva en cada convocatoria de Solari.

 

El rol de la Policía es un tema aparte en las misas ricoteras. Desde la brutal represión contra los fans de Los Redondos en el recital del año 2000 en River, las fuerzas de seguridad asumieron, por pedido de Solari, un perfil bajísimo en la logística de sus shows. Y  los incidentes callejeros se redujeron casi a cero. Esta vez fue igual.

 

Pero esta misa no fue igual a las anteriores. Por una sencilla razón: las 180 mil personas que habían marcado un récord de afluencia a principios de 2014 en Gualeguaychú se multiplicaron hasta conformar una marea humana inédita a la que se le pone un piso de 300 mil seres humanos que, por unas horas, casi cuadruplicaron la población de Olavarría.

 

La de este sábado, entonces, no fue una misa más. Fue algo absolutamente novedoso, distinto, que puso en grosera evidencia la ausencia de una planificación sería por parte del Estado y explicaría la avalancha mortal frente al escenario -aunque conviene no descartar alguna hipótesis conspirativa porque es curioso que no muy lejos de ahí, a unos 50 metros, el recital se haya vivido con más tranquilidad y comodidad que en ediciones mucho menos masivas- y el desborde de las salidas al término del espectáculo. La desconcentración de la muchedumbre, que superaba en un 50% los 200 mil asistentes para los que había sido habilitado el predio, pareció haber sido planificada a propósito para provocar una masacre que no fue gracias a la prudencia de buena parte del público, que eligió retroceder frente a un vallado criminal y esperar lo que hizo falta para favorecer una evacuación que parecía inviable.

 

La pregunta que nunca antes fue necesaria y aparece ahora, con el diario del lunes, impuesta por el absurdo de dos vidas perdidas en una fiesta es aquella del inicio de estas líneas: ¿Qué pudo haber hecho el Estado para acompañar, orientar y cuidar a esas 300 mil personas en las calles de Olavarría? ¿Qué pudo haber hecho para evitar la tragedia de adentro? El intendente Galli, que salió a conquistar los corazones ricoteros cuando ofreció su ciudad tras la decisión del Gobierno provincial de no prestar más el hipódromo de Tandil, ¿debió haber suspendido el show, como hiciera su antecesor Helios Eseverri en el 97, si, como habría ocurrido según información recogida por Letra P en esta ciudad, el supuesto número de 200 mil entradas vendidas permitían suponer, casi sin margen de error, que los visitantes alcanzarían o superarían los 300 mil?

 

Las responsabilidades civiles y penales de todos los actores involucrados en esta película de terror, con el propio Solari y su productora en primer plano, deberán ser determinadas por la Justicia. La fiscal Alonso, a cargo de la investigación, empezó su tarea chapuceando: difundiendo en plena madrugada, casi a tientas, cifras de muertos que multiplicaban por tres o cuatro la ya demasiado dolorosa realidad.

 

Sobre una vereda fría de la calle Alsina, en la noche fría de Olavarría -que fue gélida cuando volvió la señal a los celulares y llegaron las peores noticias y las consultas de familiares y amigos- un flaco yacía inmóvil, casi desnudo -en cueros, apenas un short de jeans y unas zapatillas de lona empapadas- aferrado al caño que sostenía un canasto para bolsas de basura. Varios se le acercaron a averiguar cómo estaba. Uno de ellos -ricota pura, estereotipo del presunto bardero- llegó a tocarlo, preocupado. Desde el piso recibió dos patadas y un rosario de insultos. El flaco no quería que lo ayudaran. Pero ahí está el punto. El Estado no estaba ahí -ni cerca- para socorrerlo. Para hacer su trabajo. Se lo pidiera o no.

 

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